Esa mirada vacía por la que me asomo al infierno

Fue un abrazo recio, de los que transmiten la intensidad de dos sentimientos que buscan reconciliarse. Fue la tuya una visita fugaz, en camino hacia lo inalcanzable. Desde que nos conocemos, Justo, siempre he asociado tus pasos a una incansable fuga.

Un abrazo que todavía me duele; un placer, por el reencuentro después de tanto tiempo; un dolor sutil, ilocalizable en el cuerpo por esa tu inminente ausencia, sin sosiego para intercambiar una sarta de largas conversaciones que comprendan nuestro planeta hasta la próxima cita, de haberla.

Tantas cosas por contarnos; un silencio por vencer. Ese misterio que nos rodea y al que apenas echamos cuenta, cuando solo se hace presente con la ausencia y la reflexión pausada.

Me dices que quieres visitar en este viaje sin heraldos una aldea del Norte, donde se conserva un puente romano, un caserón con establo cuya parte trasera mostraba al río una galería que recuerdas tibia en las largas tardes de un verano, con los cristales rielando al sol. Un verano de ensueño en el que montaste a la grupa de un caballo, enorme, aferrado a la cintura de un hombre leñoso del que nunca más supiste, el caballo relinchando por las veredas del bosque, camino arriba de un monte donde acechaba el misterio al que no había que convocar si es que deseabas pasar la noche dulcemente, en paz.

–¿En los mares de China sueñas con idílicas aldeas remotas y caballos panzones?

–Aquel caballo piafaba amarrado junto a la puerta donde vivía su amo –me respondiste. No habías prestado mínima atención a mi observación. Seguiste contando gozoso tu historia, unos recuerdos, una ensoñación. Un relato prolijo en los detalles, denso como un texto de D. H. Lawrence, emotivo, descriptivo de las sensaciones–. El pan se cocía en el horno comunal –estabas narrando.

Me despertaste en el olfato aquel olor fuerte de la leña abrasada, acre, que se agarraba a la garganta y el aroma delicioso del pan cocido. Paseamos por un prado en la loma de hierba húmeda acabada de segar y saboreamos moras, con su punzante regusto dulce y amargo, que estaban al alcance de una mano infantil en la trocha directa a la ribera del río, a la que solo se podía llegar en compañía de un adulto, una prohibición que acataba el chico, tanto era su temor a las heladas aguas turbulentas y el pavor que le provocó el zigzagueo de una culebra que huía para esconderse entre los helechos, movimiento que lo había paralizado y alimentado la angustia de sus pesadillas en la soledad de la habitación espaciosa en la que dormía, donde había una biblioteca de buena madera con libros en latín, que supo mucho después había coleccionado un párroco acogido en aquel caserón, hasta su muerte.

La hogaza de pan era de color ceniza y mostraba una áspera corteza, dispuesta a arañar sus labios, todavía tiernos. Era verano, pero las sábanas de la cama seguían húmedas cada noche, aunque el frescor en sus brazos y piernas era muy agradable. Un regocijo más intenso estallaba en su cuerpo cuando, finalmente, se arropaba con la manta. Una manta de lana, marrón, con dos rayas anchas blancas, horizontales, a la altura del embozo, me describiste. El rumor de las aguas corriendo río abajo por el valle hacia Ribadeo tranquilizaba tu sueño, mientras no apareciese la culebra.

Un viaje al pasado a la búsqueda del primer indicio de la soledad que te ha perseguido hasta hoy, cuando saboreábamos un fuerte té rojo en el amado café con veladores de mármol y líneas de sofás de cuero rojo, testigos de cientos de declamadas conspiraciones desde su construcción para que el teatro orgullo de la ciudad dispusiera de un gran ambigú las noches de función, de poemas horrendos, miradas furtivas, sutiles caricias, lecturas silenciosas; un café en el que llegó a tocar una orquestina en los años del estraperlo y del frío y que ahora ofrece conciertos con bandas de jazz las noches de los sábados, sesiones que siguen con la pasión de los conversos personajes sacados de la noche, extraños rostros extasiados al ritmo de la música sincopada, con los sobresaltos de los golpes de baqueta y la cadencia melancólica del contrabajo.

Soledad que siendo niño huérfano creía recordar placentera por cuanto de rebeldía alimentaba su espíritu dado a inventar mundos imaginados habitados por personajes impresos en los tebeos de alquiler de mano en mano, amigos tan reales, y disfrutar con aquel sentimiento ardiente que sabría, con el paso de los años, era el del calor que alimentaba su comportamiento libre. La libertad, una llama que abrasa y que no todos soportan su dolor gozoso. Casi ninguno de los seres arrastrados a los que observas y soportas por respeto a la especie de los mamíferos de la que formas parte insustancial.

–Sostienen que la libertad es un derecho, como es un derecho asimismo el poseer, qué importa sea el cachivache –dijiste, echando al mismo tiempo una ojeada al local, que comenzaba a llenarse con elegantes señoras mayores en demanda de sus meriendas con bollos de leche.

Volver a los escenarios de un pasado brumoso en aquel villorrio del Norte, del que habían huido casi todos sus hombres jóvenes a la Argentina, entonces tierra de promisión, a la espera de la rebatiña que codició el peronismo, tan amigo de los pobres. Recuerdos, o invenciones, de los gritos de los niños con los que jugaba, los chillidos histéricos de una prima a la que hacía años había perdido la pista de sus existencia, aquellas palabras dulces y tiernas de las personas mayores que lo consideraban un pequeño ser desolado, sin raíces ni guías sólidas a las que agarrarse.

En el camino hacia la ermita aquel niño corría cuesta arriba y participaba en la algarabía insolente, amortiguada al doblar una curva de la pendiente por el son chillón de las gaitas, espoleadas por el cimbrar grave de los panderos. En la cima estallaban los cohetes. Llegó sofocado y vio a la Virgen danzando por la explanada y al sol derramando oro y entre los gritos escuchó su nombre, una voz angustiada que lo buscaba. Pero él no se había perdido.

–En aquella romería descubrí los exvotos, colgados en las paredes y techo del pequeño templo. Un escalofrío dio paso en aquellos instantes a un nuevo sentimiento, con una palabra que ya había escuchado, el terror. El miedo de las culebras era liviano en comparación con el terror que me causaban todos aquellos fetiches de santería frente al sufrimiento. El terror.

No me contaste a partir de aquí, cuando te silenciaste, nada más de tu proyectada nueva aventura. Aquel viaje al pasado que me acababas de anunciar.

Siempre me ha angustiado, Justo, esa mirada negra que te invade en ciertos momentos, la que volví a contemplar en el café mientras apuraba un último buche del té, ya tibio, despreciable.

Incluyo estas notas de recuerdo de nuestro último encuentro entre tus cartas, nuestras cartas, para no olvidar la mirada vacía. Por la que me asomo al infierno de la vida sin sentido. Dime: ¿es esta el terror?

Por cierto, he de escribirte en una próxima carta sobre el arduo aprendizaje del fracaso.


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