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Mostrando las entradas etiquetadas como Silenciosa mirada

En la sala de espera

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  Tuvo que poseer un carácter dominante, aunque ahora apenas levanta la mirada, la cabeza gacha, sentado en la silla de ruedas entre aquellas dos: su mujer, casi tan decrépita como él pero en pie, y una señora madura que trataba de ser cordial en su servicio a aquel hombre que había dejado de ser irreducible. Una, rubia de pelo ralo ceniciento; la otra, de cabello moreno protegido por el tinte. Hablaban entre ellas. La esposa parecía dudar en su defensa del gobierno de su hogar, entretanto la empleada le reprochaba con tono cortés que no la hubiese reclamado más temprano para lavar y darle el desayuno al señor, obligado por ello a venir a la consulta a toda prisa, como así ha sido. «Pero mujer...», se defendía la esposa. En la consulta del doctor había otras dos parejas mayores, pero ellos no se ocupaban del señor de la silla de ruedas. Entraba una luz limpia tras la lluvia de primera hora de la mañana por el ventanal de la sala de espera, donde también se sienta un varón maduro, de ro

La pecera

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  Tenía una mirada oblicua. Más que observar el mundo, interrogaba a su interlocutor sin intimidarlo. Era una forma de mirar depredadora, sin sospecha para una inocente víctima. Claro que en aquellos años siempre había que ser prevenido, desconfiar de las apariencias, profundizar en cualquier alma propensa a la traición. Lucía un porte revolucionario a lo 1920, con toques trotskistas, como sacado de una vieja fotografía. En 1976 acababa de ingresar como tubero con experiencia en un taller de la zona industrial al oeste de la ciudad. Hijo de obrero metalúrgico, con estudios de maestría; disciplinado. Ferviente marxista, atiborrado de lecturas tricotadas en el materialismo histórico y dialéctico. Era un tubero con gafas de pasta negra. Acostumbraba a hablar en voz baja, protegida de las escuchas no deseadas, salvo en los mítines, donde su trino chillón navegaba sobre olas de ignorancia para timonear el despecho hacia la verdadera ruta revolucionaria. Era asiduo, a la caída de la noche, d

Ofelia contra la señorita mojigata

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  Un egoísmo tal obligó a sus pensamientos sociables a desterrarse. Mira que hablaba hasta ensordecer. Quien la escuchara acababa por evadir su mente, desentendiéndose de la circunstancia de aquel encuentro no buscado. Vivía sola en una casa reformada para que pareciera antigua, bien que era un ático viejo de la vieja ciudad occidental que daba la espalda al sol poniente, el que acababa los días luminosos ahogándose en el mar. Masticaba en soledad su alimento frugal cuando regresaba de aburrir a la monotonía a primera hora de la tarde. Hasta la siguiente jornada a las ocho de la mañana un explorador del surrealismo podría escuchar su voz grabada en un contestador, mensaje que invariablemente anunciaba el fin de horario de atención al público en aquella oficina varada donde desde un balcón próximo, en la fachada noble de aquel palacio, un adorado rey absoluto pudo saludar al pueblo y un general, tiempo después, anunciaría la buena nueva de uno de tantos cambios de régimen, en nombre de

Esas rubias auténticas

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    Una de esas mañanas luminosas que anuncian calor al mediodía. Primavera recién estrenada que a la plaza Mayor tan bien le sienta al rejuvenecer sus ocres muros y conseguir una sonrisa de los ventanales cuando los acaricia el sol, olvidados de los días nublados que habrán de volver. El acordeón, una orquesta al alcance de los dedos, pensó al cruzarse con ellos. Volvió sobre sus pasos y se detuvo enfrente. La música acompañaba a la luz, era alegre, pasodoble con el que el español borra las penas de las cejas. Un anciano tocaba el instrumento y su pareja nos miraba. Era una mirada dulce la de la vieja. Sus brazos cruzados aguantaban una pandereta contra sus pechos. A cada uno de los congregados en el semicírculo les dedicaba brevemente la atención de sus dos ojos grises, vivarachos, tratando de no espantar al espectador. El artista respiraba con su instrumento, absorto. Conocí a un matrimonio mayor que tras una larga vida de convivencia con sinsabores que fueron flor de un día decidió
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  La tibieza del sol de enero en la España fría se agradece. A esa hora en la que el día se va despidiendo, el paseo sin prisas y la conversación pausada son placeres gratuitos. La foto pertenece al álbum Paseos por Madrid .

Sala de espera

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Bodega Hidalgo La Gitana, en Sanlúcar de Barrameda. El tiempo, aliado imprescindible para criar el néctar de los dioses deseados por el humano descorazonado. Mucha paciencia y una cucharilla de sabiduría para saborear sin prisas una copa de manzanilla. https://joseangelbermejourrechaga.wordpress.com/

Mamíferos humanos

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N o importa tanto el conocer los comportamientos comunes de los mamíferos humanos. Lo trascendente es que son vidas únicas, si uno se empeña en creer en el ser. Después mi contertulio saltó desde la altura filosófica que solía provocarle el vértigo de lo inefable y decidió conversar sobre el mirar; nunca solicitaba permiso para cambiar el tema, romper la melodía y saltar de género, sin esperar objeciones de cualquiera que se sentaba a la mesa del café. Ahora tocaba un vals. Observamos y tendemos a juzgar, continuó, pero lo más hermoso es contemplar esas vidas que se presentan ante nuestros ojos, dejar que esas vistas sigan su curso. La barcaza estaba atracada en el Avon, en el muelle fluvial de Bristol. La escena tuvo lugar en su interior, nos dijo, observando en nuestros rostros la reacción a los saltos de su discurso. El patache ya no navegaba y lo habían transformado en un pub ruidoso donde se servía comida popular, con esa colección de sabores que ni provocan el re

El gran narrador de naderías

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R ecordaba aquella cantina que había sobrevivido a las locomotoras de vapor, tan queridas con sus nombres de mujer. Todavía entonces seguía aferrada al pálpito vital de la ciudad, arañando cada día al calendario, que le empujaba al final de un túnel en donde acechaba la piqueta a manos del mejor postor por aquella parcela céntrica, bien valorada para los planes ferroviarios de los trenes de vía estrecha. El progreso había sentenciado que estarían mejor bajo tierra, en otro lugar, en una estación intermodal racionalista, con sus quioscos de diseño listos para despachar bebidas servidas en vasos de un solo uso y sándwiches insípidos; sí, bien decorados para ganar al estómago por los ojos. Al entrar siempre olía a serrín húmedo. Lo único que se renovaba ritualmente en la cantina cada año era la fotografía del Sporting reproducida a doble página por el periódico, colgada con chinchetas en la pared frontal tras el mostrador. La taberna era oscura, incluso bajo el sol de ju

Un beso en el tabanco

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T enía unos ojos vivos, que aquella tarde de domingo miraban con malicia al joven acompañante desgarbado y tímido. La mujer podría hacerse pasar por una cariñosa tía altruista en la capital, como careta moral fantástica, solo que su mirada estaba al servicio tiránico del placer. Aquel sobrino era una perita en dulce, tan sensible; la inocencia de un explorador con su carne dura, fresca. Un pobre estudiante aturdido, desmañado, sediento; intrépido aventurero del Madrid golfo, en todo momento dispuesto a ofrecer escenas para los presuntos escritores emigrados de provincias con la intención de conquistar la gloria. Tarde de domingo, tonos templados ocre y verde en el paseo de Recoletos, por el que habían andado, con conversación liviana y muchas bromas, hasta entrar en el tabanco tras la caminata; cueva abierta ante la amenaza de la noche recién estrenada, acogedora, con todos aquellos clichés de un Jerez cañí, el aroma a oloroso, el bullicio de toda aquella gente amparada, las amar

El tío Moncho

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Cata-catapum, catapum pum candela y el tito Moncho arriba y abajo en su asiento, alza p’arriba polichinela , con los dos ojos como canicas brillantes, cata-catapum, catapum, catapum , abajo y arriba el tito Moncho con la mano de una mujer empujando su cabeza y halando de sus cabellos con la inercia de un pistón, como los muñecos del pim, pam pum , las risas de los comensales, la mirada achispada del tito Moncho, su sonrisa de payaso feliz, la larga mesa con el mantel arrugado y botellas y restos del banquete, los camareros de camisa blanca y servilletas dobladas en los antebrazos, aquel aroma a sidra del merendero cuyos ventanales se abrían a un prado con largos tablones sobre troncos con bancos sin respaldar a cada lado y una rana que tragaba tejos de metal si se sabía acertar con su boca. También había una bolera, pero estaba silenciosa con motivo de la boda bajo el dorado reverbero del atardecer. Terminó la música y las servilletas volaron hacia el rostro del tito

Adiós al presente

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La esquela en el periódico derrocó la duda. El cliente: «¿Muerto?» El barman: «Ya ves». El cliente: «Lo echaba de menos». «Un par de semanas hace que no venía por aquí». El barman dobló el diario. «¿Una cervecita?» Era un tipo curioso el viejo. Alguna vez se presentó con una pajarita, de color burdeos con pintas obscuras recordó, aunque lo normal es que acudiera al bar con corbata, trajeado, salvo en verano cuando lucía guayabera; jamás en pantalones cortos. ¡Qué horror! Su expresión favorita al ver a un vejete barrigón enseñando sin rubor unas flacas piernas pálidas con pelusilla, con la excusa de la calor. ¡Horroroso el gachó!, repetía con aquel gracejo que buscaba entre nosotros complicidad en el humor para despellejar a cualquier adefesio a la vista de la clientela del barrio. Sus zapatos relucían siempre, bien embetunados. Era un hombre limpio convino para sí aquel cliente, la mirada perdida. Hojeaba el diario al mediodía, sin entretenerse mu

En la sala de espera

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Tuvo que poseer un carácter dominante, aunque ahora apenas levantaba la mirada, la cabeza gacha, sentado en la silla de ruedas entre aquellas dos: su mujer, casi tan decrépita como él pero en pie, y una señora madura que trataba de ser cordial en su servicio a aquel hombre que había dejado de ser irreducible. Una, rubia de pelo ralo ceniciento; la otra, de cabello moreno protegido por el tinte. Hablaban entre ellas. La esposa parecía dudar en su defensa del gobierno de su hogar, entretanto la empleada le reprochaba con tono cortés que no la hubiese reclamado más temprano para lavar y darle el desayuno al señor, obligado por ello a venir a la consulta a toda prisa, como así ha sido. «Pero mujer...», se defendía la esposa. En la consulta del doctor había otras dos parejas mayores, pero ellos no atendían al señor de la silla de ruedas. Entraba una luz limpia tras la lluvia de primera hora de la mañana por el ventanal de la sala de espera, donde también se sentab

La Pecera

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Tenía una mirada oblicua. Más que observar el mundo, interrogaba a su interlocutor sin intimidarlo. Era una forma de mirar depredadora, sin sospecha para una inocente víctima. Claro que en aquellos años siempre había que ser prevenido, desconfiar de las apariencias, profundizar en cualquier alma propensa a la traición. Lucía un porte revolucionario a lo 1920, con toques trotskistas, como sacado de una vieja fotografía. En 1976 acababa de ingresar como tubero con experiencia en un taller de la zona industrial al oeste de la ciudad. Hijo de obrero metalúrgico, con estudios de maestría; disciplinado. Ferviente marxista, atiborrado de lecturas tricotadas en el materialismo histórico y dialéctico. Era un tubero con gafas de pasta negra. Acostumbraba a hablar en voz baja, protegida de las escuchas no deseadas, salvo en los mítines, donde su trino chillón navegaba sobre olas de ignorancia para timonear el despecho hacia la verdadera ruta revolucionaria. Era asiduo, a l

Ofelia contra la señorita mojigata

Imagen
Un egoísmo tal obligó a sus pensamientos sociables a desterrarse. Mira que hablaba hasta ensordecer. Quien la escuchara acababa por evadir su mente, desentendiéndose de la circunstancia de aquel encuentro no buscado. Vivía sola en una casa reformada para que pareciera antigua, bien que era un ático viejo de la vieja ciudad occidental que daba la espalda al sol poniente, el que acababa los días luminosos ahogándose en el mar. Masticaba en soledad su alimento frugal cuando regresaba de aburrir a la monotonía a primera hora de la tarde. Hasta la siguiente jornada a las ocho de la mañana un explorador del surrealismo podría escuchar su voz grabada en un contestador, mensaje que invariablemente anunciaba el fin de horario de atención al público en aquella oficina varada donde desde un balcón próximo, en la fachada noble de aquel palacio, un adorado rey absoluto pudo saludar al pueblo y un general, tiempo después, anunciaría la buena nueva de uno de tantos cambios de régime

Esas rubias auténticas

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Una de esas mañanas luminosas que anuncian calor al mediodía. Primavera recién estrenada que a la plaza Mayor tan bien le sienta al rejuvenecer sus ocres muros y conseguir una sonrisa de los ventanales cuando los acaricia el sol, olvidados de los días nublados que habrán de volver. El acordeón, una orquesta al alcance de los dedos, pensó al cruzarse con ellos. Volvió sobre sus pasos y se detuvo enfrente. La música acompañaba a la luz, era alegre, pasodoble con el que el español borra las penas de las cejas. Un anciano tocaba el instrumento y su pareja nos miraba. Era una mirada dulce la de la vieja. Sus brazos cruzados aguantaban una pandereta contra sus pechos. A cada uno de los congregados en el semicírculo les dedicaba brevemente la atención de sus dos ojos grises, vivarachos, tratando de no espantar al espectador. El artista respiraba con su instrumento, absorto. Conocí a un matrimonio mayor que tras una larga vida de convivencia con sinsabores que fueron