Del Dietario de Jabu 7

Cada uno se mantiene en pie como buenamente puede, obsesionado en planificar cual ingeniero, olvidándose del sabio oficio de jardinero, que respeta la salvaje naturaleza.

Uno se pone a observar a su alrededor –me cuenta, sin sentirse trascendente– y puede contemplar cuánta insensatez hay flotando en el ambiente. Uno pega la oreja en conversaciones ajenas y no hay sorpresas por sus contenidos, sino por la banalidad de las mismas. Ese ambiente ligeramente ponzoñoso. Son esos seres con los que se convive, lejanamente, pero con los que hay que participar en sociedad. Con ellos hay que comunicarse, puede uno sentirse incapaz, pero hay que hacerlo por humanidad, actuar respetuosamente, resultar agradable en el trato, lo mínimo que se les debe por ser miembros de la misma especie.

Escépticamente hay que aceptar que a los otros debe sucederles lo mismo, porque cada uno es un misterio y nos juntamos todos en rebaño para sobrevivir, también para hacernos daño –dice–. Entre todos mantenemos una sociedad creada por humanos, por encima de las posibilidades de las personas. El jardinero mimoso conoce el fin y el límite.

Al principio y al final está el individuo, el misterio; ese mismo individuo que conoce que va a desaparecer, aunque siempre sean otros los que lo hacen primero. Nos soportamos democráticamente cuando se ha llegado a un cierto grado de civilización.


Tanto esfuerzo en tapar los agujeros del presente.

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