Esas rubias auténticas



 



 

Una de esas mañanas luminosas que anuncian calor al mediodía. Primavera recién estrenada que a la plaza Mayor tan bien le sienta al rejuvenecer sus ocres muros y conseguir una sonrisa de los ventanales cuando los acaricia el sol, olvidados de los días nublados que habrán de volver.


El acordeón, una orquesta al alcance de los dedos, pensó al cruzarse con ellos. Volvió sobre sus pasos y se detuvo enfrente.


La música acompañaba a la luz, era alegre, pasodoble con el que el español borra las penas de las cejas. Un anciano tocaba el instrumento y su pareja nos miraba. Era una mirada dulce la de la vieja. Sus brazos cruzados aguantaban una pandereta contra sus pechos. A cada uno de los congregados en el semicírculo les dedicaba brevemente la atención de sus dos ojos grises, vivarachos, tratando de no espantar al espectador. El artista respiraba con su instrumento, absorto.


Conocí a un matrimonio mayor que tras una larga vida de convivencia con sinsabores que fueron flor de un día decidió tácitamente seguir queriéndose con el debido respeto hasta que los dos al unísono decidieran dar el paso.


Tenían para un pasar y un hogar donde guarecerse en una de esas calles olvidadas de cualquier ciudad, sin que a nadie pudiera preocupar ya sus existencias. Dos mónadas en la sociedad de masas. Muy al contrario de lo que nos cuentan las películas que protagonizan viejas glorias del espectáculo, ni él ni ella añoraban los aplausos del público. Claro que seguían amando la música, pero lo que es la vanidad, se había retirado a un baúl olvidado hacía muchísimo tiempo en una consigna de estación, cuando había vagones de segunda clase y los artistas dormían con el traqueteo de los trenes nocturnos.


Dio la casualidad de que una de esas mañanas frías del invierno laminadas por un escalpelo gris caminaba a mis labores por una de esas calles sin sustancia de la ciudad, una travesía que me acortaba el trayecto, hasta que me detuvo el trajín de la policía uniformada ante un portal estrecho. También había curiosos, esos mendicantes del morbo  entrenados en la cháchara. Aguardé en la esquina. Todo acabó cuando una furgoneta del depósito se llevó los dos cadáveres.


La mujer de la pandereta fue en su tiempo una de esas rubias auténticas, con un cutis lechoso y aterciopelado y unos finos labios, cuyo mohín despertaba el hambre del macho. Bastaba recorrer con mirada lenta sus piernas desde las caderas hasta los pies para llegar a atisbar que la vida, sí, tenía algún sentido. El café cantante El Plata reventaba con los aplausos y hasta el Tubo del Coso Viejo de Zaragoza llegaba a parecer un rincón hermoso. ¡Qué picardía en aquellas canciones!  


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