La pecera


 

Tenía una mirada oblicua. Más que observar el mundo, interrogaba a su interlocutor sin intimidarlo. Era una forma de mirar depredadora, sin sospecha para una inocente víctima. Claro que en aquellos años siempre había que ser prevenido, desconfiar de las apariencias, profundizar en cualquier alma propensa a la traición.


Lucía un porte revolucionario a lo 1920, con toques trotskistas, como sacado de una vieja fotografía. En 1976 acababa de ingresar como tubero con experiencia en un taller de la zona industrial al oeste de la ciudad. Hijo de obrero metalúrgico, con estudios de maestría; disciplinado. Ferviente marxista, atiborrado de lecturas tricotadas en el materialismo histórico y dialéctico.


Era un tubero con gafas de pasta negra. Acostumbraba a hablar en voz baja, protegida de las escuchas no deseadas, salvo en los mítines, donde su trino chillón navegaba sobre olas de ignorancia para timonear el despecho hacia la verdadera ruta revolucionaria. Era asiduo, a la caída de la noche, de una cafetería del centro de Gijón, vigilada con desgana por policías de la Brigada de Investigación Social. Ya entonces se daba por hecho que el Partido Comunista acabaría en la legalidad de la democracia en construcción. Cuestión de meses o días. Para qué emborronar el expediente cuando el nuevo tiempo exigiría otros enemigos, quizá estos guardianes de la político-social ahora obligados a una faena inútil, cuando en la calle campaban maulas peligrosos. 


El Sábado Santo de 1977 se quebró la tarde cuando el tubero Martín entró en La Pecera, apodo burlesco de la céntrica cafetería, saludando con el puño: «¡Salud camaradas!».


«¡Salud!», pudo escuchar reiteradamente, hasta que la noche eufórica para la causa cerró la puerta.


Fue aquel 9 de abril cuando Martín comenzó la nueva travesía. Día tras día, buscando una respuesta a una pregunta indiscreta: ¿cambiamos esto? El materialismo dialéctico mantenía la llama de su fe en combate contra el impasible reloj.


Cuando los domingos abandonaba El Molinón, tras la inyección de adrenalina con el Sporting, suspiraba: ¿cambiamos esto? Nada tenía que ver esta angustia con el juego del equipo. Por la noche, al llegar a casa, en El Llano, su mujer le servía la cena caliente, huevos, chorizo un vasito de vino de León; comían en silencio, el resto del piso a oscuras. ¿Cambiamos esto? También acabó sufriendo en aquellas interminables reuniones del comité sectorial con el sindicato de los empresarios, números y más números, difícil el incremento salarial este año, ¿regulaciones de empleo? Cada nueva generación, una crisis económica.


Martín hacía mucho tiempo que solo bajaba a los talleres para dejarse ver y torear de salón con la palabra. Cuando cumplió los sesenta, en su calendario particular comenzó a tachar cada día, uno menos para la jubilación, para disfrutar de la vida. 


¿Cambiamos esto? El metalúrgico había dirigido su oblicua mirada cuando paseaba al eslogan de aquel cartel pegado en la pared, pero no se detuvo. «Para qué cambiar», pensó. En ese instante su fe dialéctica le recriminó: «¡Traidor!».

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