En la sala de espera


 

Tuvo que poseer un carácter dominante, aunque ahora apenas levanta la mirada, la cabeza gacha, sentado en la silla de ruedas entre aquellas dos: su mujer, casi tan decrépita como él pero en pie, y una señora madura que trataba de ser cordial en su servicio a aquel hombre que había dejado de ser irreducible. Una, rubia de pelo ralo ceniciento; la otra, de cabello moreno protegido por el tinte.


Hablaban entre ellas. La esposa parecía dudar en su defensa del gobierno de su hogar, entretanto la empleada le reprochaba con tono cortés que no la hubiese reclamado más temprano para lavar y darle el desayuno al señor, obligado por ello a venir a la consulta a toda prisa, como así ha sido. «Pero mujer...», se defendía la esposa.


En la consulta del doctor había otras dos parejas mayores, pero ellos no se ocupaban del señor de la silla de ruedas. Entraba una luz limpia tras la lluvia de primera hora de la mañana por el ventanal de la sala de espera, donde también se sienta un varón maduro, de rostro enérgico, de comportamiento impaciente, atento tan solo a la pantalla de su teléfono inteligente. Era un hombre irreductible de nuestro tiempo.


La luz de otoño, el mobiliario funcional, aquel ambiente relajado de la sala sumaban para que uno pudiera vagar por los senderos de la fantasía. Total, era el último en la cola de espera, por el momento.


Pudo haber sido militar de carrera o estraperlista tras la guerra el hombre de la silla de ruedas. Podría imaginar su pasado de concejal franquista, el haber sido dueño de una empresa del metal al arrimo del astillero del Estado. Acaso fue jefe de servicio en Hacienda; juez de lo penal en la Audiencia, la libertad en su potestad tantos años.


Pero aquella esposa se mostraba tan meliflua. Cónyuge no apta para un marido con aspiración de fuerza viva de la sociedad, eso parecía ahora. En las novelas está escrito que ellas mandan tras las bambalinas en casos de maridos con poder formal.


Tuvo que llevar en algún tiempo de su juventud camisa azul, aquí, en Cádiz, desde el primer momento en zona nacional. Sí, camisa azul... No hubiese podido encaminar su vida de otra manera en aquellos años radicales; caminar por la nueva España con la cabeza alta, con el impulso del deber y la conciencia del bien necesario. Y no una de aquellas camisas azules decepcionadas por la traición de Franco, un joseantoniano moldeado frente a la necesidad. Virtud frente a la necesidad, que exige sacrificio para no caer en el lodo.


Un joven en la guerra, eso es lo que pasó. Sobrevivió y el Ejército le brindó una oportunidad profesional. Pudo hacer carrera tras el paso por la Academia de Zaragoza. Lo básico del oficio ya lo llevaba aprendido tras el alistamiento, causar el daño y poder contarlo, y en cuanto al valor, no tenía necesitad de demostrarlo tras aquel desastre. Eso pudo pasar y así encauzó el camino del futuro que hoy podía fantasear en la sala de espera quien lo observara un instante tan solo.


Cuando dominaba, su arrogancia miraba de frente al otro. Ahora lo empujaban con suavidad hacia la entrada a la consulta del doctor, sin rechistar, gobernado por aquella morena teñida, la cabeza seguía gacha. La esposa detrás, a pasitos. La puerta se cerró con suavidad. 


Se inclina hacia la tierra porque ya no le van quedando esperanzas que consumir. La luz de otoño, la fantasía y la lenta espera en la antesala de la consulta del doctor. 

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