El plan de Gabriel

Fue aquélla una explosión sorda que asustó a todos los viajeros, inofensiva.

Aunque el reventón de la cámara de la bicicleta de un ciclista que acortaba distancias en tren, cambiaría la percepción de las cosas que hasta aquella tarde de un invierno benigno tenía Gabriel.

Bajó en su estación con el corazón encogido, todavía; poseído de un odio infantil hacia las maquinas de pedal o, más precisamente, hacia los esforzados militantes del sudor que las manejan, capaces de sobresaltar en las aceras y de ser cómplices en despedazar sin remedio pensamientos sutiles en los vagones de los trenes.

Gabriel comenzó a andar. Nunca había caído en la cuenta de que en su ciudad hubiera tantos ciclistas entorpeciendo su camino. Aquello era serio.

Al llegar frente al portón de su amado hogar tuvo la inspiración del plan antes de  girar la llave.

En el telediario local de hoy he podido contemplar a cientos de ciclistas en manifestación. Imposible circular por esta ciudad, donde todos pinchamos casi cada día, se quejan. Una mano negra está haciendo negocio con nuestras ruedas, creo haber escuchado o fantaseado, acaso.


Ciclista en Den Burg

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