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Del Dietario de Jabu (2)

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   U na pregunta tópica, ampulosa, sobada, copetuda a la que entra al trapo la persona letraherida, perfeccionista de la palabra, que huye del horror de la página en blanco llenándola de signos comprensibles, o no. «Sí, se aprende a vivir en los libros», suele responder convencido el escritor o escritora de algo tan voluble como es la ficción. A vivir se ha de aprender toda la vida, advierte Séneca a todos los seres sorprendidos de que igualmente toda la vida se ha de aprender a morir. Todas esas palabras y sus sombras que empleamos para tratar de comprender, de explicarnos, de salir del yo al exterior. Todos esos grandes conceptos: vida, muerte... que subyugan al alma poética. Puede asimismo que todos esos grandes conceptos no sean ni grandes siquiera. ¿Puede el lenguaje expresar lo inefable? Pregunta sin respuesta, mejor callar frente al misterio. Las palabras con las que cumplimos los días y sus sombras, las de las palabras.

Del Dietario de Jabu

Soportar lo gris del mundo, la mediocridad propia y con la que convivimos, de ahí que DH Lawrence empleara el Arco Iris como metáfora de la única esperanza a la que agarrarse para soportar. La esperanza: “Hay tantos amaneceres que aún no han nacido”. ¡Qué hermosa frase de Lawrence! Lo gris del mundo en el que moramos como animales solitarios que sabemos somos mortales. Una gran tragedia la de andar barruntando el futuro, camino de la nada. A no ser que… a no ser que se tenga fe en lo otro. Un arco iris llamado paraíso. Frente a la muerte: fe Frente a la grisura del mundo real: esperanza. Frente al yo solitario –“nuestra invulnerable soledad”, en palabras de Gabriel Albiac–: caridad. El arco iris de los creyentes, a crédito. Esto de la fe.

Esa mirada vacía por la que me asomo al infierno

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F ue un abrazo recio, de los que transmiten la intensidad de dos sentimientos que buscan reconciliarse. Fue la tuya una visita fugaz, en camino hacia lo inalcanzable. Desde que nos conocemos, Justo, siempre he asociado tus pasos a una incansable fuga. Un abrazo que todavía me duele; un placer, por el reencuentro después de tanto tiempo; un dolor sutil, ilocalizable en el cuerpo por esa tu inminente ausencia, sin sosiego para intercambiar una sarta de largas conversaciones que comprendan nuestro planeta hasta la próxima cita, de haberla. Tantas cosas por contarnos; un silencio por vencer. Ese misterio que nos rodea y al que apenas echamos cuenta, cuando solo se hace presente con la ausencia y la reflexión pausada. Me dices que quieres visitar en este viaje sin heraldos una aldea del Norte, donde se conserva un puente romano, un caserón con establo cuya parte trasera mostraba al río una galería que recuerdas tibia en las largas tardes de un verano, con los cristales riela