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Ofelia contra la señorita mojigata

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  Un egoísmo tal obligó a sus pensamientos sociables a desterrarse. Mira que hablaba hasta ensordecer. Quien la escuchara acababa por evadir su mente, desentendiéndose de la circunstancia de aquel encuentro no buscado. Vivía sola en una casa reformada para que pareciera antigua, bien que era un ático viejo de la vieja ciudad occidental que daba la espalda al sol poniente, el que acababa los días luminosos ahogándose en el mar. Masticaba en soledad su alimento frugal cuando regresaba de aburrir a la monotonía a primera hora de la tarde. Hasta la siguiente jornada a las ocho de la mañana un explorador del surrealismo podría escuchar su voz grabada en un contestador, mensaje que invariablemente anunciaba el fin de horario de atención al público en aquella oficina varada donde desde un balcón próximo, en la fachada noble de aquel palacio, un adorado rey absoluto pudo saludar al pueblo y un general, tiempo después, anunciaría la buena nueva de uno de tantos cambios de régimen, en nombre de

Esas rubias auténticas

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    Una de esas mañanas luminosas que anuncian calor al mediodía. Primavera recién estrenada que a la plaza Mayor tan bien le sienta al rejuvenecer sus ocres muros y conseguir una sonrisa de los ventanales cuando los acaricia el sol, olvidados de los días nublados que habrán de volver. El acordeón, una orquesta al alcance de los dedos, pensó al cruzarse con ellos. Volvió sobre sus pasos y se detuvo enfrente. La música acompañaba a la luz, era alegre, pasodoble con el que el español borra las penas de las cejas. Un anciano tocaba el instrumento y su pareja nos miraba. Era una mirada dulce la de la vieja. Sus brazos cruzados aguantaban una pandereta contra sus pechos. A cada uno de los congregados en el semicírculo les dedicaba brevemente la atención de sus dos ojos grises, vivarachos, tratando de no espantar al espectador. El artista respiraba con su instrumento, absorto. Conocí a un matrimonio mayor que tras una larga vida de convivencia con sinsabores que fueron flor de un día decidió

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  Puede observarlos ahilados en ambas orillas del canal. Esperan sin alma la subida del mar para escapar a la navegación. Un ciclo que vuelve y vuelve, tal que una oportunidad que se desea, llega y se escapa, dado que los barcos que está observando están anclados al firme del cenagal. Zarpar con el calado suficiente sería el inicial empuje de una singladura, un viaje, una aventura con todos los riesgos que el común suele rechazar por instinto. Como anuncia el cielo de esta fotografía el mundo real es frío, inhóspita naturaleza, incluso cuando el sol provoca que la ciénaga hierva, si acaso se derrota desde este rincón de la costa escocesa, cercano a Edimburgo, hacia las proximidades del Ecuador. Siempre estará presente en la existencia de todo ser libre el miedo ante el vivir. Un rechazo universal que arrastra a los miles y miles de mansos que pueblan las sociedades del planeta Tierra. Estos, siervos voluntarios, se sienten empujados por la vida; una vida que confiesan detestar,