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La pecera

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  Tenía una mirada oblicua. Más que observar el mundo, interrogaba a su interlocutor sin intimidarlo. Era una forma de mirar depredadora, sin sospecha para una inocente víctima. Claro que en aquellos años siempre había que ser prevenido, desconfiar de las apariencias, profundizar en cualquier alma propensa a la traición. Lucía un porte revolucionario a lo 1920, con toques trotskistas, como sacado de una vieja fotografía. En 1976 acababa de ingresar como tubero con experiencia en un taller de la zona industrial al oeste de la ciudad. Hijo de obrero metalúrgico, con estudios de maestría; disciplinado. Ferviente marxista, atiborrado de lecturas tricotadas en el materialismo histórico y dialéctico. Era un tubero con gafas de pasta negra. Acostumbraba a hablar en voz baja, protegida de las escuchas no deseadas, salvo en los mítines, donde su trino chillón navegaba sobre olas de ignorancia para timonear el despecho hacia la verdadera ruta revolucionaria. Era asiduo, a la caída de la noche, d

Ofelia contra la señorita mojigata

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  Un egoísmo tal obligó a sus pensamientos sociables a desterrarse. Mira que hablaba hasta ensordecer. Quien la escuchara acababa por evadir su mente, desentendiéndose de la circunstancia de aquel encuentro no buscado. Vivía sola en una casa reformada para que pareciera antigua, bien que era un ático viejo de la vieja ciudad occidental que daba la espalda al sol poniente, el que acababa los días luminosos ahogándose en el mar. Masticaba en soledad su alimento frugal cuando regresaba de aburrir a la monotonía a primera hora de la tarde. Hasta la siguiente jornada a las ocho de la mañana un explorador del surrealismo podría escuchar su voz grabada en un contestador, mensaje que invariablemente anunciaba el fin de horario de atención al público en aquella oficina varada donde desde un balcón próximo, en la fachada noble de aquel palacio, un adorado rey absoluto pudo saludar al pueblo y un general, tiempo después, anunciaría la buena nueva de uno de tantos cambios de régimen, en nombre de

Esas rubias auténticas

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    Una de esas mañanas luminosas que anuncian calor al mediodía. Primavera recién estrenada que a la plaza Mayor tan bien le sienta al rejuvenecer sus ocres muros y conseguir una sonrisa de los ventanales cuando los acaricia el sol, olvidados de los días nublados que habrán de volver. El acordeón, una orquesta al alcance de los dedos, pensó al cruzarse con ellos. Volvió sobre sus pasos y se detuvo enfrente. La música acompañaba a la luz, era alegre, pasodoble con el que el español borra las penas de las cejas. Un anciano tocaba el instrumento y su pareja nos miraba. Era una mirada dulce la de la vieja. Sus brazos cruzados aguantaban una pandereta contra sus pechos. A cada uno de los congregados en el semicírculo les dedicaba brevemente la atención de sus dos ojos grises, vivarachos, tratando de no espantar al espectador. El artista respiraba con su instrumento, absorto. Conocí a un matrimonio mayor que tras una larga vida de convivencia con sinsabores que fueron flor de un día decidió