Memoria e impostura


«En qué momento la memoria se reviste de la impostura necesaria para ser consecuente con la vida?», escribe María Ángeles Robles en Una senda en penumbra. Se trata de una de sus entradas en este delicado dietario, dedicado a los recuerdos, los que nos permiten ¿reconocernos ante el espejo?, ¿inventarnos una biografía existencial?, simplemente soportarnos en nuestro presente, quizá.
Adan Soboczynski apunta que «solo son felices las personas capaces de engañarse mucho a sí mismas» en su divertido El libro de los vicios.

La pregunta podría ser: ¿quién soy?, a propósito de esos recuerdos que recomponen una personalidad, también con relación a la máscara que cada cual exhibe para tratar de ser admitido en la vida social. Personalidad para ser aceptado en nuestras sociedades en las que se valora y premia la representación; mayor premio cuanto más se amolde uno e integre su falsa individualidad a la convención.

¿Quién soy? Para evitar este tipo de bloqueos por una pregunta inoportuna, nada mejor por el momento que echar mano del pensamiento débil, gran invención consensuada de las sociedades benéficas, parentalmente protectoras, en las que los estados simulan extender a los individuos, catalogados como falsamente ciudadanos, seguros de vida, cuya letra pequeña siempre coincide en dejar oscuro lo más evidente de los mismos: te compramos el alma.

¿Y quién es uno? Es posible que Soboczynski nos esté hablando de tantos y tantos ciudadanos benéficos, que no virtuosos, que son los que les dejan ser, inventándose continuamente. Toda la buena gente feliz que anda por las calles. Es de obligado cumplimiento ser feliz, dado que de lo contrario se padecerá con toda seguridad repudio. ¿Pero quién soy yo? A propósito, la bondad corresponde a la naturaleza humana en tanto la virtud es el arte que trabaja la persona durante su existencia con el carácter, el temperamento, la educación y la personalidad que vaya construyendo cada cual.

¿Quién soy yo? Muchos ni siquiera se hacen la pregunta, por democrática incapacidad. No merece la pena complicarse la vida.

Es muy democrático no sobresalir en la servidumbre voluntaria.


Ante tal estado de las cosas en las sociedades benefactoras de pensamientos débiles, la memoria desempeña un importante rol terapéutico, ataca la soledad sufrida, inevitable; concilia con el rebaño; justifica las andanzas, siempre saboteadas por el azar y, además, amortigua el dolor que provoca el permanente fracaso de la existencia.

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