El gran narrador de naderías











Recordaba aquella cantina que había sobrevivido a las locomotoras de vapor, tan queridas con sus nombres de mujer. Todavía entonces seguía aferrada al pálpito vital de la ciudad, arañando cada día al calendario, que le empujaba al final de un túnel en donde acechaba la piqueta a manos del mejor postor por aquella parcela céntrica, bien valorada para los planes ferroviarios de los trenes de vía estrecha. El progreso había sentenciado que estarían mejor bajo tierra, en otro lugar, en una estación intermodal racionalista, con sus quioscos de diseño listos para despachar bebidas servidas en vasos de un solo uso y sándwiches insípidos; sí, bien decorados para ganar al estómago por los ojos.

Al entrar siempre olía a serrín húmedo. Lo único que se renovaba ritualmente en la cantina cada año era la fotografía del Sporting reproducida a doble página por el periódico, colgada con chinchetas en la pared frontal tras el mostrador. La taberna era oscura, incluso bajo el sol de julio, el mejor mes de verano en aquel tiempo austero. «Primer día de agosto, primero del invierno», amenazaban ciertos fanfarrones, aunque no fuera verdad; cierto que solía llover a la caída del día, pero eran gotas tibias, que rápidamente se retiraban para no fastidiar, después de regar someramente las calles. Por la noche se vestía de tugurio, que no podía ocultar las manchas de hollín en las paredes, testimonio de los días del carbón. Tabiques pintados en su momento de amarillo, un recuerdo con pátina. También recordaba el ventanal translúcido que daba a una calle lateral de la estación.

Con puntualidad, a las once y media, rara era la noche en la que no se dejaba caer por la cantina el gran narrador de naderías que habían de dar vuelta al calcetín de la sociedad.

Aunque donde el iluso tenía púlpito y afición era en una sidrería y restaurante del casco viejo, donde se le servía ginebra seca, que él aguaba con sifón. Para tal predicador el mundo era un libro, cuyas páginas había que apurar desesperadamente; lucha titánica para leer miles de hojas impresas, sin esperanza de alcanzar la meta. Como precaución intelectual, solo peroraba sobre aquello que tenía un respaldo en letras de imprenta. También era dado a regar citas con nombre propio, como artículos de un código que sólo manejaban los eruditos. Daba por sabido que él era un erudito. Si el interlocutor dudara, su miraba socarrona y acerada le devolvía el mensaje cuya traducción era: no pienses que soy uno de esos eruditos a la violeta, atiende. Todos los contertulios reconocían que era un tipo simpático.

El narrador de naderías dormía poco, al padecer de insomnio. Siempre cargaba con una libreta con tapas de hule y varios libros, que iba mudando conforme les extraía el jugo de la sabiduría, que apuraba con sed de camellero beduino al llegar al oasis, final de una de las etapas de su camino en la vida del transeúnte.

Bebía tres ginebras, tres, en el chigre y una compuesta alcohólica en la cantina, al menos. Era su alimento diario para soportar lo que había que sobrellevar como administrador de fincas de renta antiquísima.

Pasada la medianoche de una de aquellas veladas en la cantina, más íntimas y desoladas que las de la sidrería, negrura helada de febrero, confesó a su amigo que una mujer se había fijado en él. Quizá estaba enamorándose, le dio a entender con un susurró.

Entre jirones de niebla helada lo vio caminar, tras despedirse, por la carretera de la Costa, una larga calle ahogada por los edificios de nueva construcción. Sin volver su cabeza, saltando a pasitos cortos, su forma de andar, las manos en los bolsillos del pantalón y un par de libros y la libreta con las anotaciones de cobros, aprisionados por la manga derecha de la cazadora. Sin sospecharlo, aquella noche gélida le ofreció la última visión del entrañable narrador de naderías.

Supo, sí, que se casó, aunque cuando conoció el hecho ya se habían divorciado. Dos noticias simultáneas. Esas novedades manoseadas que le llegan de vez en vez al emigrante.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Ofelia contra la señorita mojigata

4 Tiempo de descuento

Esas rubias auténticas