Ofelia contra la señorita mojigata











Un egoísmo tal obligó a sus pensamientos sociables a desterrarse. Mira que hablaba hasta ensordecer. Quien la escuchara acababa por evadir su mente, desentendiéndose de la circunstancia de aquel encuentro no buscado.

Vivía sola en una casa reformada para que pareciera antigua, bien que era un ático viejo de la vieja ciudad occidental que daba la espalda al sol poniente, el que acababa los días luminosos ahogándose en el mar. Masticaba en soledad su alimento frugal cuando regresaba de aburrir a la monotonía a primera hora de la tarde. Hasta la siguiente jornada a las ocho de la mañana un explorador del surrealismo podría escuchar su voz grabada en un contestador, mensaje que invariablemente anunciaba el fin de horario de atención al público en aquella oficina varada donde desde un balcón próximo, en la fachada noble de aquel palacio, un adorado rey absoluto pudo saludar al pueblo y un general, tiempo después, anunciaría la buena nueva de uno de tantos cambios de régimen, en nombre de la libertad ciudadana, apuntalada por los cañones de la escuadra anclada en la bahía.

Bueno esos son asuntos que alguien deja escritos en un libro, en beneficio de la historiografía.

Su imaginario se desbordaba con la llegada de la noche. Horas de insomnio en las que seres fantásticos hacían su vida. No paraba de cascar con ellos, solo que sí obtenía réplicas a sus maledicencias, pues aquellos seres sin cuerpo no estaban dispuestos a transigir en su pureza.

–La piedad, mi querida niña, es una virtud práctica, ya lo sabrás cuando seas mayor– le replicaba la hermana teresiana.

El jardín olía a zarzamoras después de llover, cuando les permitían salir al recreo porque ya había escampado tras cantar a María en mayo. La villa, en la esquina que separa la carretera en dirección a Andra Mari y la bajada a la playa de Gorliz, era entones un parvulario, con su zaguán y un acristalado mirador de madera en la fachada, que aún se conserva. 

Los gritos de aquellas camadas de párvulos son ahora susurros que animan las tardes de invierno a la espera que caiga la última hoja.

–¿Por qué nos abandonaste? Eras tan buena maestra.

–Me instruíais para ser la mejor profesional, pero erais tan aburridas. Tú, sí, eras la señorita mojigata, que lo sepas, con tantos melindres a toda hora.

Los viejecitos del asilo aguardan la caída de la última hoja. Ella mastica en soledad su alimento frugal un día más tras el fin del horario de atención al público.

–Soy rebelde, rebelde, eso soy– reza entre los bocados.


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