El tío Moncho











Cata-catapum, catapum pum candela y el tito Moncho arriba y abajo en su asiento, alza p’arriba polichinela, con los dos ojos como canicas brillantes, cata-catapum, catapum, catapum, abajo y arriba el tito Moncho con la mano de una mujer empujando su cabeza y halando de sus cabellos con la inercia de un pistón, como los muñecos del pim, pam pum, las risas de los comensales, la mirada achispada del tito Moncho, su sonrisa de payaso feliz, la larga mesa con el mantel arrugado y botellas y restos del banquete, los camareros de camisa blanca y servilletas dobladas en los antebrazos, aquel aroma a sidra del merendero cuyos ventanales se abrían a un prado con largos tablones sobre troncos con bancos sin respaldar a cada lado y una rana que tragaba tejos de metal si se sabía acertar con su boca. También había una bolera, pero estaba silenciosa con motivo de la boda bajo el dorado reverbero del atardecer.

Terminó la música y las servilletas volaron hacia el rostro del tito Moncho, feliz, sudoroso.

El tito Moncho no se enfadó cuando su sobrino volcó la Vespa en la que iba cada mañana a la oficina de Portuarios, un incidente sin consecuencias, provocado por el juego infantil de aquel piloto que aceleraba por carreteras imaginarias.

Sin embargo, don Ramón tenía poder. 

Eran hombres expulsados de las aldeas, jóvenes y rudos, avezados en la carga e incansables. Todos confiaban en don Ramón, sin rechistar. Allí estaban, fumando picadura, a la espera de oír su nombre. Él los señalaba, miraba un instante y proseguía con la lista. Cada uno iba reuniéndose con su colla. En el muelle les aguardaban aquellos pataches de altas chimeneas humeantes todavía, con los cabrestantes arranchados.

Era imprescindible don Ramón en las fiestas de alto copete. Fundamental su servicio. Tabaco rubio americano, coñac francés, whisky escocés, perfume, medias de seda, cangrejo ruso, hasta caviar, champagne por su puesto y habanos para la tertulia de los hombres. Las fiestas del Círculo Mercantil, las del Club de Regatas, las del Hípico. Y también las reuniones en el Gobierno Civil, donde un licor selecto, un puro aromático inauguraban una amistad congeniada.

El tito Moncho recibía a todo aquél que llegaba al muelle pidiendo un trabajo, lo importante es que le ofreciera una mirada limpia. Sabía lo que era la miseria de los terruños, caso de que no fueras el mayorazgo. También tito Moncho hacía la vista gorda frente a las pequeñas mermas en aquel trasiego de las bodegas de los cargueros hasta los tinglados portuarios. Era aquel un tiempo con escasez de aceite, de harina, de carbón.

Tito Moncho caía bien a los que tenían la sartén por el mango y a los advenedizos. Realmente era importante que le debieran favores. La mirada mansa de los carabineros era el fruto de su humildad y eficacia.

Con la cabeza bien amueblada todavía, antes de retirarse precipitadamente por aquel infarto traidor, el tío Moncho disfrutaba armando marionetas con hilos invisibles, sentado en el porche mientras el orvallo perlaba los cristales. Como los muñecos del pim, pam pum.


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