Un beso en el tabanco


Tenía unos ojos vivos, que aquella tarde de domingo miraban con malicia al joven acompañante desgarbado y tímido. La mujer podría hacerse pasar por una cariñosa tía altruista en la capital, como careta moral fantástica, solo que su mirada estaba al servicio tiránico del placer. Aquel sobrino era una perita en dulce, tan sensible; la inocencia de un explorador con su carne dura, fresca. Un pobre estudiante aturdido, desmañado, sediento; intrépido aventurero del Madrid golfo, en todo momento dispuesto a ofrecer escenas para los presuntos escritores emigrados de provincias con la intención de conquistar la gloria. Tarde de domingo, tonos templados ocre y verde en el paseo de Recoletos, por el que habían andado, con conversación liviana y muchas bromas, hasta entrar en el tabanco tras la caminata; cueva abierta ante la amenaza de la noche recién estrenada, acogedora, con todos aquellos clichés de un Jerez cañí, el aroma a oloroso, el bullicio de toda aquella gente amparada, las amarillentas paredes de estuco tachonadas de fotografías y carteles taurinos y aquella luz tenebrosa, dispuesta a facilitar las confidencias y los juegos prohibidos en público. Aquel tiempo de ilusiones, para pintar sobre el gris de la última dictadura; época en la que cualquier cosa parecía posible.

Pronunció la ‘r’ con estridencia. «El vino más fuerte que tenga», le indicó al tabernero. «¿Este es el más fuerte jerez?» El vinatero afirmó con la cabeza; «es amontillado», informó escuetamente al extranjero, un hombre grande, apasionado, locuaz, que se apoyaba sobre la barra. Le acompañaba una hermosa mujer que asentía en silencio sin comprender. Esta noche de sábado era todavía una expectativa que no se había marchitado. En el tabanco, las fotos cañí, perspectivas de Jerez y los carteles de distintas ferias de San Isidro en las Ventas, el estuco ahora renegrido y desconchado en las esquinas; solo que la luz... estas luces de bajo consumo, luminancia blanca luz de día. Fulgor que avejentaba más el local. El hombre abrazó a la mujer tras brindar y dar un sorbo a sus copas. Antes de besarse.

Un beso que despertó el recuerdo de aquella tarde de domingo, más de cuarenta años atrás. «No», le había respondido. Pronunció la negativa, aterrorizado, y ella se dio cuenta de que aquel juego terminó. Se disculpó con ternura, le acarició el pelo rizado, un beso ligero en la boca, recogió su bolso y se levantó. Las comisuras de sus labios mostraron cuando sonrió con frialdad unas arrugas que le causaron una sorpresiva sensación de asco, antes de que ella se volviese para buscar la puerta de salida. Caminó acentuando sus nalgas con un ligero contoneo, sin volver la cabeza; vio cómo la noche se la tragaba. Paralizado durante toda la secuencia, reaccionó con agilidad y corrió hacia la entrada del tabanco, miró rápidamente a izquierda y derecha de la calle, sin rastro de ella; dudó antes de encaminarse hacia la derecha, donde la calle desembocaba en la carrera de San Jerónimo; por allí circulaban taxis, con suerte...

No la hubo. La misma calle bulliciosa al salir del tabanco ahora. El Madrid golfo seguía con su fama, masificado durante las noches del sábado, insoportable. 

El beso, el adiós, el asco, la deserción, eso fue lo que pasó. Casi siempre las expectativas son cantos de sirena.

Esta vez echó a andar hacia la izquierda, calle abajo.


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