Adiós al presente











La esquela en el periódico derrocó la duda.

El cliente: «¿Muerto?»

El barman: «Ya ves».

El cliente: «Lo echaba de menos».

«Un par de semanas hace que no venía por aquí». El barman dobló el diario. «¿Una cervecita?»

Era un tipo curioso el viejo. Alguna vez se presentó con una pajarita, de color burdeos con pintas obscuras recordó, aunque lo normal es que acudiera al bar con corbata, trajeado, salvo en verano cuando lucía guayabera; jamás en pantalones cortos. ¡Qué horror! Su expresión favorita al ver a un vejete barrigón enseñando sin rubor unas flacas piernas pálidas con pelusilla, con la excusa de la calor. ¡Horroroso el gachó!, repetía con aquel gracejo que buscaba entre nosotros complicidad en el humor para despellejar a cualquier adefesio a la vista de la clientela del barrio. Sus zapatos relucían siempre, bien embetunados. Era un hombre limpio convino para sí aquel cliente, la mirada perdida.

Hojeaba el diario al mediodía, sin entretenerse mucho, antes de depositarlo esmeradamente doblado sobre la barra con la resignación en la cara, entonces me recriminaba que siguiera comprando el papelucho, que solo imprimía la verdad en las esquelas. Si estás muerto lo estás y no hay remedio, repetía. Quizá esperara con paciencia su momento estelar, con su nombre impreso antes del R.I.P. No había duda para aquel barman paciente.

Hacía dos visitas diarias, a la hora del vermut y para velar la llegada de la noche.


Un trazo con el carboncillo, delicado pero expresivo, intención de dotar al vacío de belleza, miles de veces repitió el hechizo ante los nuevos alumnos que ingresaban en la Escuela de Arte con aquellos inocentes ojos a la búsqueda de mundos imaginados, un trazo enérgico con este carboncillo, así, qué veis, les preguntaba al iniciar el curso, aunque la pregunta correcta les amonestaba seguidamente es qué siento. Hasta que llegó el día en que tuvo que dejar por imperativo legal su puesto de demiurgo, nada de nuevos jóvenes con hambre por conocer lo que no se puede contar, se acabó aquel ejercicio inútil por enseñarles a balbucear. En el bar diariamente al mediodía y a la caída de la tarde esperaba pacientemente, maravillándose de cada asunto anodino que se deslizaba frente sus ojos, su despedida del presente.

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