El pobrecito charlatán
















España, retablo de las maravillas, parece que en pleno siglo XXI ha conseguido patentar un nuevo producto genuino: el pobrecito charlatán, hablador indiscreto y sin sustancia que deambula por las tertulias audiovisuales con una opinión para cada asunto y una medida arbitrista para multiplicar los panes y los peces. En su versión política para asaltar el poder, el pobrecito charlatán es capaz de arengar a los incautos para conquistar el cielo con el hálito impetuoso de Karl Marx.

Nada que ver con aquel pobrecito hablador de Fígaro, intento de Mariano José Larra de razonar liberalmente contra la incuria de una sociedad española lastrada por el atraso. Hoy el charlatán de las ondas y de los platós de televisión cobra por opinar, filtra una versión del mundo sazonada ideológicamente y suele mostrar, con las excepciones que confirman la regla, una buena maestría en las artes del resentimiento.

El resentimiento. Hay que estar prevenido contra este cáncer de las entendederas. El Loco de los balcones, ese maravilloso personaje de Mario Vargas Llosa que perseguía conservar el hermoso legado de un pasado forjado por distintas culturas, representado en los balcones de la ciudad de Lima, lo expresa en una escena de la obra de teatro recién representada en el Teatro Español de Madrid con puesta en escena de Gustavo Tambascio y excepcional interpretación de José Sacristán encarnando al profesor Aldo Brunelli, cuando denuncia el resentimiento dañino de quienes con el ideal de la justicia social en sus bocas, lo que persiguen es imponer una utopía alimentada por un inventado pasado virginal y enajenada de la cultura de los pueblos, con todos sus conflictos.

El resultado final de las utopías revolucionarias no es un paraíso celestial sino el infierno donde se suprime la libertad, como lo muestra la historia y el presente en aquellos países donde solo viven bien los que ejercen el poder contra la población. Muerte y hambre son sus conquistas.

Claro que las opiniones son libres, como el pánico también se muestra con libertad y el autoengaño carece de límites, frase ésta del escritor Javier Marías, puesta negro sobre blanco en su última entrega en El País Semanal. 

El fundamentalismo democrático, concepto acuñado por el filósofo Gustavo Bueno (Temas de hoy, 2010) es el caldo amniótico de batallones de charlatanes, que actúan en todos los rincones del vivir en sociedad. Si a ello se añade en la democracia española la inflación de representantes elegidos democráticamente, tanto político vocacional que ocupa plaza de concejal, diputado provincial o foral, parlamentario regional, diputado a Cortes, senador, además de los ejecutivos habidos en los gobiernos de las administraciones y la patulea de empleados de los partidos políticos. Así que con tantas vocaciones los pobrecitos charlatanes tienen correa para rato, además de nutrirse como epidemia de cólera sin condiciones higiénicas. El pueblo llano siempre tendrá justificación para todo tipo de quejas, por sufridor. En cuanto a tanta vocación periodística y política, qué gran nación sería España si tanto esfuerzo vocacional se destinara a fomentar la riqueza y el bienestar, contra el sectarismo y eso genuino español que es la mala leche.

El resultado es ese portento español, charlatán indiscreto y sin sustancia que maravilla a las naciones.

Como el autor de este texto juega con el riesgo de sumarse a uno de esos pelotones de pobrecitos charlatanes, si ya ha llegado hasta esta línea todavía está a tiempo de fulminar lo escrito y olvidarse para los restos del autor, lejos que desea participar en enturbiar el saludable diálogo social.


Posdata. Leo en los periódicos del Grupo Joly que el académico Francisco Rico afirma que lejos del tiempo de la picaresca, éste es el tiempo de la delincuencia de guante blanco. En el fondo, el modesto y pícaro ladrón era honrado.

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